Francisco Lucio: un poema en prosa
LA SIESTA
ODINA. — Vámonos al jardín, bajo el palio de los árboles altos. Allí podemos aliviar este cansancio de la hora, que no de nuestros cuerpos. En la sombra tendidas, durmamos y soñemos.
EDENIA. — ¿Dormir? ¿Soñar? Más hermoso que el sueño es ver la realidad junto a tu cuerpo. Es ver tu cuerpo entre la realidad. Palparlo y constatar que lo más bello existe. Que no hay sueño más bello que lo real, cuando en la realidad vemos cumplidos los mayores deseos, como un río desbordado que tiene por riberas las lindes infinitas.
ODINA. — Hermosas florecemos bajo el verano. No importa que en el aire un dios rojo libere agresivas saetas. Lo mismo que en invierno hallo bajo tu lengua la acogida mas cálida, ahora, cuando el calor enciende el mundo y agobia con su peso a los seres; cuando inquieta y perturba a los humanos con llamas como espadas, debajo de tu lengua, en tu boca de flor, hallo un fresco remanso donde igualmente muero.
EDENIA. — …Donde igualmente muero. ¡Ah, qué gusto supremo sentir que nuestro cuerpo, con su joven belleza, se copia en otro cuerpo, como espejo sin mancha! El blando territorio de mi cuerpo se repite en el tuyo. Oigo tu voz, igual que si en mi pecho brotara una corriente de delicia, un arroyo de aguas transparentes, donde el cielo y las ramas de los árboles se duplican, felices.
ODINA. — Es la misma canción de esta fuente que nace entre las hierbas. Se desborda por ellas, pero también la siento aquí, en mi corazón. Porque estás a mi lado, cerca de mí, conmigo. Porque cuando te abrazo, contigo me confundo. La belleza del mundo se concentra en tu cuerpo. Dame tus labios, amor mío, y deja que los míos se pierdan por tu boca, igual que un peregrino en pos del horizonte.
EDENIA. — Aquí tienes mi boca poblada de sabores. Que los tuyos tan dulces desemboquen en ella. En tu boca quisiera para siempre vivir, igual que si un escualo poderoso atrapado me hubiera y tragado sin fin. En densos humedales descansará mi sueño, tu misma, hecha evidencia o realidad suprema, igual que si la música mas bella se hubiera vuelto carne.
ODINA. — Descansamos de la última batalla amorosa, pero el lance del beso nunca cansa, lo mismo que la brisa de la tarde en la orilla del río. Mitológica gruta me parece tu boca, en donde un dios, o acaso diosa, Afrodita dispuesta a dispensar momentos de placer a aquéllos que al amor se adhirieron por siempre, me sumerge en las densas corrientes del delirio. La suavidad del musgo está en tu boca, el vértice mas cierto de tu cuerpo.
EDENIA. — Qué dulce es, al besarte, deletrear en tus labios, sin palabras, el sabroso alfabeto del amor. Sin palabras, sin cifras, toda la realidad se concentra en tu boca.
ODINA. — Solo ante la evidencia de los cuerpos fundidos, confundidos, cuando el amor se cumple en el placer, en su cima suprema, se revela fútil e innecesaria toda palabra humana. Cuando siento mi cuerpo penetrado del tuyo, cuando mi cuerpo en el tuyo se pierde, como hiende el aroma de la rosa el aire del jardín, ¿qué importan las palabras, qué su forma precaria, insuficiente, si el ser ha conseguido las cumbres de la gloria?
EDENIA. — Me basta con tocarte para sentir la vida. Mis manos te acarician y es como si tocaran los senos de la música. Igual que si la música fuera un río sereno en el que floto blandamente, en que quizás me anego, viva, libre, en la muerte. Las palabras, decías. Habla, sí, me arrebata tu voz, quiero perderme en ella lo mismo que en tu carne. ¿Las palabras? Qué importan. Es la música viva de tu voz, como ronda de aroma de jazmines invadiendo la paz de mis sentidos. Las palabras no importan, su sentido, su forma; menos aún, la estéril lucha de aprehenderlos. Si hablas, fluye limpio de tus labios un arroyo de música y de luz. Y tu voz me penetra hasta la entraña lo mismo que tu sexo, cuando caemos rodando en el abrazo intimo. ¡Escucharte, tocarte! Es toda mi verdad sobre la tierra, es mi vida cumplida: me siento emperatriz del más hermoso imperio.
ODINA. – Verte ahora feliz ante mí, y enamorada, es mi sueño final, vuelto plena, fragante realidad. Mirarte con la carne iluminada, a mí también me enciende de alegria. Mis ojos, si te miro, anticipan el placer de mi lengua cuando viaja por tu cuerpo rubio, como una mariposa por entre un mar de espigas. De tu frente serena se derrama una flora fragante de jazmines y nardos. En tus ojos se ciernen asequibles luceros, acaso humanos soles que pueden contemplarse. En tus labios en flor buscan su cuna blanda diminutos delfines. En tus pechos las dunas del desierto se poblaron de oasis apacibles. La miel hecha cristal o acaso luna rodea tus pezones. El elfo más risueño duerme ledo en tu ombligo. Y tu sexo es la rada o el jardín en donde siempre florecen las rosas. En él, cuando te rindas al placer, mi boca será delta en donde desemboque tu delirio.
EDENIA. — No hay sabores tan dulces como la miel que fluye de tu sexo. Invisibles abejas fundan en ti panales y colmenas. En su vuelo me aturdo, en sus plenos rumores me embriago. Su zumbido creciente hiere mi corazón. ¿Cómo no abrir mis brazos y mi boca, como no abrirme toda, para abarcar y recibir esa invasión de densas suavidades? Siento que los jardines de la tierra efunden para mi todas sus rosas. Y rosa sin declive yo me siento, y a ti te siento rosa inmarcesible.
ODINA. — Antes de conocerte, mi juventud fue como el navegante solitario, siempre muriendo de naufragio en naufragio, en las piraterías de los odios y del terrible desamparo. Y conocerte a ti fue como hallar las islas felices del destino. No sé la eternidad, pero he pisado sus umbrales de luz, pasé ya por sus mágicos dinteles.
EDENIA. — Volveré hacia tu cuerpo, en donde estás tú toda. De tu claro sudor quiero vestirme, quiero impregnarte de mi sudor lento. La carne de tu cuerpo ha de ser mi festín y mi banquete, y mi cuerpo, completo para ti, será tu territorio y tu alimento. Mutuamente seremos sacrificio y ofrenda.
ODINA. — Claras entre las copas de los árboles, entre nubes errantes, veo las islas del cielo. Pero aún más bellas caen sobre tu cuerpo islas invitadoras para mi corazón. En ellas, luego, cuando la luz del mundo vaya desvaneciéndose, cuando sus vagos ángeles pisen con pies suaves las lindes de la noche, otra vez volveremos a encontrarnos, a fundir nuestros cuerpos florecidos de amor, de placer encendidos.
EDENIA. — Entonces, más que nunca, seré tuya. Tu conciencia y tu cuerpo, solo una antorcha de fuego apacible, se habrán fundido con mi corazón.
ODINA. — Entonces los jardines del silencio verán crecer las flores que no han de marchitarse.
EDENIA. — Y un alto ruiseñor, entre la brisa ebria, cantará nuestro triunfo sobre todas las cosas.
(De camino, 2001)
Francisco Lucio (Roquetas de Mar, 1933) va publicar els seus primers versos en la dècada dels cinquanta: Poemas retóricos (1955), La queja en el tiempo: Poema de amor soñado y otros versos (1954-1955) (1958), Cristo, tercera llamada (1959), Canto muy cerca de Cristo (1959) i La queja en el tiempo: (1954-1956) (1962). Posteriorment ha publicat: Perdido por el tiempo (1964), La nube y el viento (1966), Concierto provisional (1977), Tiempo sin redención (1984), Trece variaciones sobre un tema de Tiziano (1999), Tiempo y dolor (1999), De camino (2001), així com el llibre de memòries Los días del Hogar (2000). Durant prop de cinquanta anys va residir a Terrassa.
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